Lo segundo que supe de Viridiana, después de su nombre y
antes de que me la presentara Felipe, fue que tenía una voz peculiar.
-Te voy a presentar a una amiga, se llama Viridiana, tiene
una voz peculiar.
Viridiana era delgada como un suspiro, de cabello largo y
quebrado, con ojos grandes y párpados caídos. Su voz era baja, gruesa y rasposa
como lengua de gato. Hablaba despacio, midiendo la fuerza de su voz y de sus
palabras, como olas rompiendo contra un acantilado.
Felipe salía con una amiga de Viridiana, y como en ese
momento de mi vida yo no tenía nada mejor que hacer que acompañar a Felipe, comenzamos
a frecuentarnos los cuatro, y como pasa siempre en esas cosas que pasan sin
darse cuenta, de pronto Viridiana y yo salíamos sin Felipe ni su amiga.
Pasaba a recogerla a su casa y caminábamos por su colonia,
que era muy bonita. Recuerdo las calles de adoquín y las banquetas rotas por las
jacarandas que tapizaban el suelo de violeta. Dábamos vueltas a la manzana y
regresábamos a su casa a sentarnos sobre la caja de una camioneta abandonada
bajo una de las jacarandas, que era muy baja y tupida. Ahí seguíamos platicando
hasta que se prendían los faroles de su calle y su voz densa y obscura se
mezclaba con la umbra.
Una noche, en la obscuridad debajo de esa jacaranda y como
pasa siempre en esas cosas que pasan sin darse cuenta, le dije que la quería. Ella
dijo que sentía lo mismo.
Un par de días después, me dijo que en realidad no lo
sentía.
Yo hice lo que mejor sabía hacer en esos casos. Di la vuelta
sin decir palabra y me fui de su vida.
Hace unos años, caminando por un centro comercial, escuché
esa voz baja, gruesa y rasposa como lengua de gato. Busqué a Viridiana con la
mirada pero no la encontré. Lo que encontré fue a una extraña que pasó de largo
sin reconocerme. En ese momento me di cuenta de que realmente nunca la conocí.
Nunca supe su nombre completo, nunca supe la fecha de su cumpleaños o su comida
favorita o su color preferido o qué quería hacer de su vida. Puedo recordar
cada inflexión de su voz, cada tono, el sonido de cada palabra suave y pesada,
pero no recuerdo lo que nos dijimos tantas noches.
Tal vez sea porque mi voz nunca dijo nada que importara,
nada que nos hiciera recordarnos más allá de aquella jacaranda. O tal vez, como
pasa siempre en esas cosas que pasan sin darse cuenta, sea porque lo último que
dijo fue lo último que nos importó.